El Dios vivo, es el Dios del cristianismo, al cual se llega por el camino de la fe, del amor y del sufrimiento y no por el convencimiento o la necesidad racional. Y es el anhelo y la esperanza del cumplimiento de la promesa de la resurrección de la carne, de la vida eterna y de la continuidad de la conciencia, lo que nos lleva a creer en Dios.
La fe en el Dios agónico, no viene de un intento de la razón por encontrar y asirse a un principio ordenador. La fe en el Dios cristiano es voluntad que mueve al hombre hacia una verdad práctica, que nos hace vivir y no simplemente intentar entender la vida. Así, la fe como voluntad tiene un movimiento -acaso el más importante-, el vivir, el no morir. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe en Él, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por lo que dijo San Agustín: <Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me dice, que me inspiraste con la humanidad de tu Hijo, por el misterio de tu predicador> (Confesiones, lib. I, cap. I).
De esta manera, creer en Dios, es querer que exista Dios para darle finalidad al Universo, sin embargo, no hay que perder de vista el carácter de la fe, que es en todos los casos, una fe trágica, es decir, a base de incertidumbre. A pesar de que reiteradamente Unamuno nos habla de la fe como una voluntad irracional y hasta contrarracional, el peso de la evidencia materialista es lo que hace que la fe se mueva en los terrenos de la incertidumbre y nunca sea una fe completamente entregada.
Ahora bien, la fe es la sustancia de la esperanza, y ésta última constituye la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.
Y en el cristianismo se cree en un Dios que se hace hombre, que padece, que sufre y muerte para luego resucitar. Y ésta es la gran revelación que el cristianismo dio a los hombres, la que se nos reveló con la venida al mundo del Hijo a que nos redimiese con su sufrimiento y con su muerte. Fue la revelación de lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre, y la congoja religiosa no es sino el divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, y que yo sufro con Él.
El cristianismo nos da la esperanza de la resurrección de la carne y de una vida de ultratumba, por esto la gran importancia de la pasión de Cristo, y la prueba mística simbólica del sacramento de la Eucaristía, en donde el cuerpo de Cristo muere, después es enterrado, comido por cada uno de los que comulgan para aplacar el hambre o anhelo de Dios con la promesa de la resurrección y de la vida eterna.
La fe en el Dios agónico, no viene de un intento de la razón por encontrar y asirse a un principio ordenador. La fe en el Dios cristiano es voluntad que mueve al hombre hacia una verdad práctica, que nos hace vivir y no simplemente intentar entender la vida. Así, la fe como voluntad tiene un movimiento -acaso el más importante-, el vivir, el no morir. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios y como es Dios el que nos da la fe en Él, es Dios el que está creando a sí mismo de continuo en nosotros. Por lo que dijo San Agustín: <Te buscaré, Señor, invocándote, y te invocaré creyendo en Ti. Te invoca, Señor, mi fe, la fe que me dice, que me inspiraste con la humanidad de tu Hijo, por el misterio de tu predicador> (Confesiones, lib. I, cap. I).
De esta manera, creer en Dios, es querer que exista Dios para darle finalidad al Universo, sin embargo, no hay que perder de vista el carácter de la fe, que es en todos los casos, una fe trágica, es decir, a base de incertidumbre. A pesar de que reiteradamente Unamuno nos habla de la fe como una voluntad irracional y hasta contrarracional, el peso de la evidencia materialista es lo que hace que la fe se mueva en los terrenos de la incertidumbre y nunca sea una fe completamente entregada.
Ahora bien, la fe es la sustancia de la esperanza, y ésta última constituye la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial; no es sino la posibilidad de creer, anhelo de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, sólo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos.
Y en el cristianismo se cree en un Dios que se hace hombre, que padece, que sufre y muerte para luego resucitar. Y ésta es la gran revelación que el cristianismo dio a los hombres, la que se nos reveló con la venida al mundo del Hijo a que nos redimiese con su sufrimiento y con su muerte. Fue la revelación de lo divino del dolor, pues sólo es divino lo que sufre, y la congoja religiosa no es sino el divino sufrimiento, sentir que Dios sufre en mí, y que yo sufro con Él.
El cristianismo nos da la esperanza de la resurrección de la carne y de una vida de ultratumba, por esto la gran importancia de la pasión de Cristo, y la prueba mística simbólica del sacramento de la Eucaristía, en donde el cuerpo de Cristo muere, después es enterrado, comido por cada uno de los que comulgan para aplacar el hambre o anhelo de Dios con la promesa de la resurrección y de la vida eterna.
En la última cena del evangelio de Mateo se dice:
-. El primer día de la Fiesta en que se comía el pan sin levadura, los discípulos se acercaron a Jesús y le dijeron: “¿Dónde quieres que preparemos la comida de la Pascua?” Jesús contestó: “Vayan a la ciudad, a casa de tal hombre, y díganle: El Maestro te manda decir: Mi hora se acerca y quiero celebrar la pascua con mis discípulos en tu casa”.
-. Los discípulos hicieron tal como Jesús les había ordenado y prepararon la Pascua. Llegada la tarde, Jesús se sentó a la mesa con los Doce. Y mientras comían, les dijo: “En verdad les digo: uno de ustedes me va a traicionar”. Se sintieron profundamente afligidos, y uno a uno comenzaron a preguntarle: “¿Seré yo, Señor?”.
-. El contestó: “El que me va a entregar es uno de los que mojan su pan conmigo en el plato. El Hijo del Hombre se va, como dicen las Escrituras, pero ¡pobre de aquél que entrega al Hijo del Hombre! ¡Sería mejor para él no haber nacido!” Judas, el que lo iba a entregar, le preguntó también: “¿Seré yo acaso, Maestro?” Jesús respondió: “Tú lo has dicho”.
-. Mientras comían, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Tomen y coman; esto es mi cuerpo”. Después tomó una copa, dio gracias y se la pasó diciendo: “Beban todos de ella: esto es mi sangre, la sangre de la Alianza, que es derramada por una muchedumbre, para el perdón de sus pecados. Y les digo que desde ahora no volveré a beber del zumo de cepas, hasta el día en que lo beba de nuevo con ustedes en el Reino de mi Padre”.
El Dios vivo, es el Dios que sufre, que padece su existencia en la lucha entre la vida y la muerte, es el Dios del cristianismo, y es que al cristianismo hay que definirlo agónicamente, polémicamente, en función de lucha.
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